Tengo memoria. No es que sea gran cosa pero me he ido apañando con ella. En el colegio los profesores me decían que la ejercitase para recordar conceptos. Lo que jamás me pidieron es que renegase de utilizarla y que en su lugar me reconciliase con fechas, fórmulas, capitales, ríos o tratados aunque nunca los pudiese citar. Y no lo hice ni lo haré, pues no creo que la amnesia sea la elección más conveniente para el ser humano y menos cuando hablamos de crímenes. Tal vez sí para los verdugos, pero esos jamás merecen la misma consideración que las víctimas.
Pretender, como algunos ahora, que el Valle de los Caídos sea un símbolo de reconciliación, me parece simplemente obsceno, un escupir sobre los represaliados de la historia reciente afirmando que la saliva es bálsamo para sus huesos descarnados. La Fundación Generalísimo Francisco Franco así llama a Cuelgamuros: “Lugar de reconciliación y paz”. Y eso lo hacen los que ensalzan la figura de un criminal con miles de muertos en su haber. Pero más patético y doloroso resulta todavía que sigan tan inmundo ejemplo políticos de esto que llaman democracia.
Los asesinatos, antes que de reconciliación, necesitan de justicia. Y ésta, más allá de aplicarle la pena a los culpables, pasa también por reparar en la medida de lo posible a los damnificados. Claro está que no vamos a sacar de sus nichos a los responsables, - fallecidos como están la mayoría (no todos y alguno me viene a esa memoria que quieren que pierda) - pero sigue habiendo miles de restos humanos en fosas, vestigios óseos de fusilados por oponerse al fascismo o por simples venganzas, padres, madres, hermanos y abuelos que sus familias están en pleno derecho de recuperar.
No puede haber reconciliación a través de un olvido impuesto e interesado. En aras de una pretendida transición a las libertades en España jamás se ha tenido la valentía, la dignidad y la decencia de condenar, con nombres y apellidos, los terribles episodios de una dictadura no tan lejana. Y se ha puesto más empeño en lograr esa amnistía física y moral para los homicidas, que en devolver lo poco que se puede a quienes murieron a sus manos y a sus deudos: una tumba donde recordar - sin afán de revancha pero sin desmemoria - que en ella reposa un ser humano asesinado por fascistas con ideas no tan diferentes a algunas que siguen perviviendo.
Nos explicaron la transición como “la ruptura pactada”. En ciertos aspectos se adivina más un continuismo que un quiebro en el camino. Sobró pacto con lo más mezquino del pasado y faltó emprender la travesía hacia la verdad. Supongo que en aquel momento no nos quedó otra que ingerir las amargas pastillas democráticas con tanto sabor a últimas voluntades del Caudillo, y pasarlas por la garganta con las lágrimas que nos tragamos al contemplar cómo los criminales permanecían impunes.
La rabia y el dolor de los inocentes, las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura, el sufrimiento, el miedo, los robos, los desaparecidos, los miles de asesinatos… De toda esa barbarie nos queda la certidumbre de que jamás tuvieron la decencia y el coraje de devolver la dignidad a muertos y vivos, ni de señalar y condenar a los culpables. ¿Y ahora nos piden reconciliación? Exhumen todos los huesos de las cunetas, reescriban los hechos y conviértanlos en historia - pero la real, no la que les interesa - para que las próximas generaciones los conozcan tal como fueron, abandonen ya ese navegar entre dos aguas porque los vencedores del levantamiento fascista fueron unos y los represaliados otros, no hubo paridad. Hagan justicia, esa que llevamos esperando más de treinta y cinco años y tal vez después, podremos hablar de reconciliación. Mientras tanto la memoria del pasado y la cobardía del presente lo impiden.
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