martes, 15 de julio de 2008

Ganando al fútbol, ¿qué importa el resto?

Es lunes y desde ayer observo un ambiente festivo: caras alegres, petardos – en este País el ruido es la forma más habitual de celebrar algo -, felicidad, actitudes complacientes, orgullo y una euforia tan generalizada que por un momento pensé que algo maravilloso, importante y casi milagroso había acontecido.

Tal es la algarabía que se vive a mi alrededor que quise imaginar que se habían acabado las guerras, que el hambre en el Planeta ya era historia, que no habría más injusticias, más desigualdad, más opresión; creí que el trabajo, la educación y la sanidad eran al fin derechos inalienables del hombre y a los que todos, sin excepción, tendrían acceso; por unos instantes me figuré que tanto festejo era debido a que no habría una patera más con sus ahogados, que a nadie se le “clasificaría” por su raza y sobre todo, por su poder adquisitivo, que habría libertad religiosa y de elección sexual, que ningún ser vivo, incluidos por supuesto los animales, volvería a sufrir algún tipo de maltrato o de tortura. Durante unos segundos soñé que el júbilo popular que hoy he visto por doquier se debía que empezaba un nuevo futuro, en el que nuestros hijos no se verían sometidos a la misma esclavitud legal que nosotros padecemos.

Sin embargo, no era más que una ilusión. El entusiasmo no se debía a nada de lo anterior y respondía únicamente a un hecho puntual y al parecer, capaz de movilizar a la Población como ningún otro acontecimiento puede hacerlo: un triunfo futbolístico.


Pocas dudas tenía acerca de la domesticación a la que estamos sometidos y como nuestra actitud, harto servil y de una mansedumbre extrema, favorece los objetivos de los que sacan partido de explotar al resto de los hombres a cambio de unas migajas de espectáculos alienantes con los que nos mantienen entretenidos y sobre todos, incapaces de reflexionar acerca de cómo somos peones al servicio de los intereses de los más poderosos. Pero hoy, mientras en la televisión escuchaba que TODA España estuvo ayer pendiente del Partido y que tiene en un portero que detuvo con gran pericia unos balones a su nuevo ídolo, me siento un elemento extraño, casi preso de alguna patología perversa, y no sólo porque no me guste lo más mínimo el fútbol y me traiga sin cuidado quién gane o quién pierda un encuentro, no sólo porque no me sienta identificado con las imágenes de un Rey impuesto sentado en el Palco celebrando los goles, sino porque pasada la resaca de esta droga que a tantos une, volverán las disensiones cuando hablemos de las injusticias, de la inmigración, del acceso a la vivienda, de la imposibilidad para llegar a fin de mes, de la sanidad pública descuidada, de la educación pública olvidada o de un Sistema Económico en el que cada día las diferencias entre ricos y pobres son mayores.


Y algunos me tacharán de mal patriota porque no me importe lo más mínimo que España se clasifique. Tal vez lo sea, pero es que por encima de un País líder en una actividad deportiva que por otra parte me aburre soberanamente y a la que no le encuentro ningún aliciente, quiero dejarle a mis hijos un Planeta sin fronteras, sin miserias, sin guerras y sin desigualdades. ¿Mal patriota?, posiblemente, y es que cuando Patria es sinónimo de egoísmo, ignorancia, conformismo y mansedumbre, yo, elijo ser un apátrida.

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