sábado, 20 de diciembre de 2008

Por un palmo de tierra










Ved a los pueblos prepararse para la guerra,
escuchad la arenga desquiciada
del que ama una bandera ensangrentada
que sobre el campo de batalla ondea,
aquel al que emociona la patriótica gratitud
de cubrir con ella un ataúd
al son de un himno triunfal,
sudario de color
que envuelve el fétido olor
de un cadáver mutilado por la ambición humana,
por la criminal locura de los que hablan del honor
con su boca sucia de odio infectada,
para los que tan solo el valor es virtud
en su mente enferma y malsana,
los mismos que roban niños con impune cobardía
y se esconden tras un parapeto de carne
todavía impregnada de aroma infantil,
a los que no importa la agonía
ni el dolor y la angustia de una madre,
todo pisa la miseria de su moral vil.

Oídles,
¡No hay gloria sin lucha,
¡no hay valentía sin sangre!,
hay sed de poder y de riquezas hambre;
hay mil corazones asustados,
diez mil manos temblorosas,
y son tan pocas las fosas
para un millón de cuerpos asesinados
por un palmo de tierra.

Así de absurda es la guerra,
así halla la muerte sus más bravos aliados
en el loco afán de posesión
que invade los cerebros y envenena el corazón
de los que gobiernan los pueblos,
así se entierran, grandes y pequeños,
los anhelos y los sueños
de las vidas cercenadas
como pago a la ambición.

Así, las balas disparadas
en el fragor de la barbarie mortal,
sembraron la quietud fatal
y el silencio siniestro,
así quedó dibujado el patético gesto
del último horror
en los rostros desfigurados,
los hombres que ya por siempre callados
entregaron juventud, sangre y vida,
a cambio de una sepultura y acáso,
una honrosa medalla al valor.

Queda el dolor
y el adiós al compañero caído,
el retrato, reliquia de un hijo
que amarillea junto a una mustia flor
como el alma de los que lloran
al ser perdido.
Y en todo este juego, cruel y sin sentido,
queda al fin la muerte
como único y supremo vencedor.

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