Cuando iba a cumplir dieciocho años, una noche, a la salida de una discoteca, un grupo de siete jóvenes de mi edad me arrastró hasta un callejón cercano y sin iluminación. Allí fue tal la paliza que me propinaron que pasé casi cuatro horas en metido un quirófano. ¿El motivo?, llevar en mi reloj una pegatina con la bandera republicana. Eran otros tiempos. ¿O no?
Aquellos chavales pertenecían a familias con nombre y poder Vigo, vinculadas en algún caso a la extrema derecha, razones por las que a pesar de interponerse una denuncia y de ser reconocidas mis lesiones como graves por un médico forense de la policía, el siete contra uno se saldó sin la menor consecuencia para los agresores.
Está claro que ya antes de aquel suceso yo simpatizaba con ideas de izquierdas, pero ser víctima de un acto cobarde y brutal como ese, no hizo más que reafirmar mi aborrecimiento a los idearios fascistas y entender hasta qué punto sus defensores pueden ser personajes peligrosos.
Pero tantos años después parece que en vez de mejorar hemos ido a peor, pues la aparente lejanía temporal de esas ideologías antes instaladas claramente en el poder y el maquillaje pseudodemocrático de las que permaneciendo, han cambiado su discurso modificando las formas pero no el fondo, han logrado lo que se proponían: que la sociedad deje de considerarlas como algo a evitar y que muchos ciudadanos sucumban a su perversa seducción.
A día de hoy, una ultraderecha bastante similar a la de hace unas décadas, es la que gobierna en muchos lugares y propugna cuestiones tales como: la explotación cada vez mayor de los obreros y la precariedad laboral, el recorte de los servicios sociales, la privatización hasta del aire, las ayudas a la banca, la permanencia de corruptos en el poder, la condena de movimientos como el 15M, la continuidad de episodios de maltrato animal como la tauromaquia y su declaración como Bien de Interés Cultural, las posturas xenófobas y homófobas o el etiquetado masivo de todos aquellos que les resultan molestos como “antisistema” o “terroristas”.
No son pocos los nombres propios que abanderan un credo tan radical, buena parte de ellos instalados en el poder político o mediático. Verdaderos formadores de opinión e inductores de conductas, están consiguiendo que se extienda lo que nuestros mayores combatieron hasta las últimas consecuencias: un fascismo feroz que recorta libertades, acrecienta desigualdades y pervierte el concepto de justicia. En pleno 2011, es muy triste e inquietante pensar que vuelven (o no se fueron) aquellos tiempos en los que por ser librepensador y de izquierdas podías acabar tirado en un callejón oscuro desangrándote. O eso o entre rejas.
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